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lunes, 6 de junio de 2016

Venezolanos "hacen mercado" en la basura


“Buscamos en la basura para aprovechar la oportunidad de ahorrar una comida", dijo William Contreras

DIANA SANJINÉS / el-nacional.com

Ser parte de una familia trabajadora ya no garantiza tres platos de comida. Ganar 30.000 bolívares mensuales no es suficiente para alimentar 4 bocas. Los mercados municipales reflejan una dramática realidad: por hambre la gente está dispuesta a hurgar entre desechos. Se ha propagado la costumbre de recolectar de la basura hortalizas y verduras. Para algunos es la única alternativa para poder comer al menos 2 veces al día

Restos de lechugas y frutas golpeadas rodean el piso de un puesto de hortalizas del primer mercado libre del país: Quinta Crespo. Manos desesperadas que pasaron justo cuando su dueño las desechaba se apoderaron de ellas al instante. Cuatro personas más se unieron para batallar por los mejores pedazos. No son indigentes. La escena se repite en cada puesto de venta a lo largo del día. Las reglas sanitarias se olvidan mientras se consiga algo para saciar el hambre. La necesidad a veces revela al ser humano como un mamífero más que no se avergüenza ante la oportunidad de alimentarse.

Una de estas personas es Adriana Henao. Tiene 39 años de edad, usa un vestido estampado, maquillaje sencillo y el cabello recogido. Su marido, José Luis Andrade, es diseñador gráfico y gana 32.000 bolívares mensuales. Tienen una hija de 11 años de edad que dibuja caricaturas japonesas y un niño de 9 con habilidades matemáticas. Es una familia típica, pero con una particularidad: completan su plato de comida con restos que recogen del suelo del mercado.

Hacer colas para comprar a precios regulados desde hace meses dejó de ser una opción para Adriana. Los dolores de cabeza eran insoportables, sufría de cistitis, se mareaba y las constantes peleas que se formaban la aterrorizaban. Desde que empezó a darse cuenta de que el dinero no les alcanzaba ni para comer, buscó alternativas sin importar que la juzgaran.

Su vecina Esther era experta en recolectar alimentos desechados. Fue su mentora y le enseñó cuáles eran los rincones codiciados y las horas propicias. La primera recomendación que le dio fue ir mal vestida para tener un aspecto de indigente y así la gente no se sorprendería al verla, pero Adriana se negó a hacerlo. Reconoce con dignidad su situación. La segunda recomendación importante fue evitar los restos que estén acompañados por bolsas con líquido amarillento porque probablemente sería orina.

“A la 1:00 pm es buena hora para ir a recoger. Hay que dar muchas vueltas y olvidarse de la pena. Tener una mirada de águila y manos entrenadas para ser más ágil que los demás. Ser paciente y esperar hasta las 3:00 pm cuando la pescadería tira un balde con cabezas y restos de filetes al piso. Las mujeres nos amontonamos para ganar terreno porque muchos de los hombres que recolectan no nos respetan”, expresa Adriana.

Ella y su vecina Esther se reparten lo que consiguen para balancear sus platos y aseguran que prácticamente se han vuelto inmunes a las infecciones. En casa lavan los alimentos con vinagre y los mantienen en la nevera envueltos con papel periódico. Hasta ahora nadie de su familia se ha enfermado por comer los desperdicios de otros.

El hambre no excluye.

Entrar al mercado de Quinta Crespo produce una sensación de alivio insólita. Afuera quedan los susurros de bachaqueros que venden harina pan, pasta o papel higiénico. Niñas pequeñas recrean su cotidianidad en un juego inocente y que materializa la inflación en cada grito: “Huevos a 100. Huevos a 500. Aproveche que no hay”. Policías les piden a los vendedores informales un vaso de jugo de parchita. Una torre con un reloj detenido presume el descuido de una edificación que tiene 65 años. Un busto de su fundador, Joaquín Crespo, esconde su vergüenza entre graffitis y bolsas de basura ante las deprimentes escenas que presencia diariamente. Al cruzar las puertas, un laberinto estrecho de aromas y colores se hace visible. Los puestos de venta son galerías cercadas que exhiben tesoros nutricionales. Se concentra un típico olor a tierra que denota frescura y que persigue como sombra a los consumidores. Las frutas seducen por su brillo, pero una penumbra innegable acecha el ambiente.

Eran las dos de la tarde del viernes 13 de mayo. Adriana entró al mercado sin admirar la belleza de lo que se vende. El kilo de aguacate a 2.000 bolívares no le interesaba. Caminó con seguridad hacia un pasillo diminuto que comunica dos puestos de hortalizas. Fue directo a un depósito de basura. Inspeccionó las cajas destruidas, recogió un puño de lechugas y salió.

Alrededor, las miradas inquietas se perdían redescubriendo el piso. Lo extraordinario ya es rutinario. Muchos lo dudan y buscan una excusa razonable para recoger disimuladamente los atractivos desperdicios que descansan en el suelo. Otros, sin vanidad, hurgan entre los restos sin ningún impedimento.

Cada día aumenta el número de los recolectores. Gente de familia, amas de casa con sus hijos, señoras que viven de su pensión. Las edades y el sexo no son restricción. “Al día pueden pasar a revisar esta bolsa de basura por lo menos 30 personas. No son indigentes, son personas con necesidad, bien vestidos y limpios”, comenta un comerciante que tiene más de 20 años con su puesto de verduras.

La práctica empezó a multiplicarse desde hace dos años, cuando una inflación de 68,5% atacó el bolsillo de los venezolanos y se comenzó a evidenciar aún más el hambre en las calles. El año pasado el problema empeoró luego de que el incremento de precios alcanzó 180,9%, de acuerdo con cifras del BCV. Ahora hasta se organizan grupos y rutas para hurgar contenedores de basura.

En la última encuesta de Venebarómetro, publicada en mayo, 86% de los interrogados dijo que ahora compra menos comida que antes y 44% aseguró que en su casa se alimentan menos de tres veces al día.

Priorizar gastos

Adriana heredó de su mamá un apartamento en la avenida Lecuna. Si el ascensor no funciona es un calvario porque debe subir 20 pisos, pero para ella es su pent-house. Duermen en colchones y el único sofá que tienen lo improvisó su esposo con maderas, las paredes que no pinta desde hace seis años están delicadamente adornadas con cuadros que ella misma pintó. Paisajes con cascadas, campos de girasoles y pueblos de montaña revelan un talento que no ha podido utilizar para beneficio económico. En una pizarra al lado de la cocina calcula sus gastos semanales. Los 32.000 bolívares de ingreso que tiene su familia se les escapan con la mensualidad del colegio de los niños, los servicios básicos, el condominio, un kilo de papa, cebollas y un poco de carne molida o bistec.

Sus cenas son calabacín, berenjenas y repollo picado con tajadas o arroz. La carne se guarda para los fines de semana. Un bistec para dos personas o una pizca de carne molida para darle esencia al plato. La Maizena es su principal aliada. Con ella prepara una especie de bechamel dulce para cambiarle el sabor a las comidas y con dos cucharadas y medio vaso de agua crea una pega casera para que los niños la utilicen en sus tareas. Ser creativos es un don que la crisis revaloriza.

En 2014, cuando su esposo estaba desempleado, sus hijos dejaron de ir al colegio 38 días entre abril y mayo por no tener cómo alimentarlos. Dejaba que durmieran más y esperaba la hora del almuerzo para darles de comer. No han estrenado ropa desde hace cuatro años, no existen regalos en Navidad ni cumpleaños y los paseos son esporádicos, pero lo único que le preocupa es que su familia pase hambre. Se aferra a su fe cristiana y, como una misión paralela mientras recolecta, aconseja a quienes ve robando en los mercados.

Hace un mes Adriana se inscribió en el consejo comunal de su sector y llenó la planilla para recibir la bolsa de alimentos que le corresponde, pero le indicaron que debe esperar por lo menos tres meses hasta que se analice el registro y se organice la distribución. Pero no puede esperar promesas, en su hogar hay cuatro bocas que alimentar.

La única comida

Simeón Rivas Cardozo es otro caraqueño que comparte con Adriana su habilidad para recolectar desechos. Se crió en un ambiente donde el sacrificio era necesario para obtener el pan de cada día. A los nueve años de edad era limpiabotas en su tiempo libre, pero lamenta haber estudiado hasta tercer año de bachillerato y no tener un título que le facilite encontrar un trabajo estable. Es asistente de obrero cuando se lo permiten. Vive en la pensión Moisés, de la avenida Lecuna, una especie de galpón con aproximadamente 70 cuartos, las cloacas colapsadas y solo dos baños.

A sus 57 años de edad busca sus desayunos y almuerzos diarios en diferentes mercados de Caracas. “Anoche me acosté sin cenar nada. Visito el mercado de Coche, el de San Martín y el de Quinta Crespo tres veces a la semana. Depende de cuánto me dure lo que recolecte. Para mí es imposible comprar la harina a 800 o 1.000 bolívares. Llené la planilla para recibir la bolsa de alimentos del gobierno, pero me parece que una mensual no es suficiente cuando se tienen tres hijos”.

Por suerte, el martes 10 de mayo Simeón coincidió con un comerciante que botaba una mezcla de desperdicios verdes, rojos y amarillos. Consiguió para su cena varias hojas de lechuga, una mandarina y otra fruta en el límite de la descomposición. Un alivio reducido se reflejó en su expresión. Para él es suficiente, pero no para sus tres hijos que viven con la mamá. Diariamente se atormenta por no poder llevarles lo que necesitan.

A su lado, una señora de 48 años de edad lleva una bolsa vacía en la mano y se prepara para comenzar una búsqueda minuciosa en los restos verdes que hay en el suelo. Entiende la preocupación de Simeón. Tiene ocho hijos que alimentar y su esposo, que es plomero, puede pasar semanas sin conseguir trabajo. No pierde tiempo y, mientras desordena la ensalada improvisada que revisó Simeón, comenta: “Todos los días vengo a buscar una cebollita, un tomate. Los domingos es terrible, la gente se pelea a ver qué consigue y son personas limpias como yo. Ya tengo casi un año haciendo esto. Para nadie es un secreto que la situación está realmente grave”.

Improvisar para completar el plato

Alto, flaco y sigiloso, Jhonny Centeno da vueltas dentro del mercado de Quinta Crespo recogiendo sin pena lo que ve en buen estado. Es un joven de 33 años de edad al que se le notan las ganas de superarse. Afuera, con una cava llena de jugos naturales, su esposa Marialejandra Marrero, de 27 años de edad, lo espera.

“Hace seis meses vi que la gente recogía de los restos y comencé a hacerlo yo también. A mi mujer le da pena, pero por necesidad lo hago. Prefiero que me vean en esto, que andar robando”, dice mientras camina por un pasillo entre dos puestos de hortalizas a un rincón donde los comerciantes echan la basura.

Allí la escena es deprimente. Nadie se mira a los ojos. Hay cuatro personas concentradas en hurgar los desechos que se extienden en el piso. Cebollas y pimentones en mal estado son los más deseados. No hay voces. Pareciera que hasta la respiración la detuvieran para concentrarse en su insólita tarea. Si es necesario dar un golpe con el puño para ganar terreno no dudan en hacerlo. La competencia por obtener los mejores trozos deshumaniza a los contrincantes.

Jhonny trabajó en el área de mantenimiento del Metro de Caracas y ganaba un poco menos del sueldo mínimo. Su contrato de seis meses se venció y no se lo renovaron. Su esposa hizo un curso de aprendiz de farmacia en 2014 y trabajó en diferentes sedes de Locatel por 18 meses. También quedó desempleada. La pareja de jóvenes tuvo que idearse una forma de obtener ingresos. Ahora venden jugos naturales y “chupis” en la calle. Sin un puesto fijo pueden encontrarse en Caricuao o en la avenida Baralt. No tienen un ingreso mensual regular. Depende de cuánto vendan y de cuánto caminen. También de los trabajos esporádicos que se crucen en la suerte de Jhonny. “Puedo ser albañil, plomero, obrero. Nadie nació aprendido. En lo que me pongan yo trabajo”.

Sus dos hijos estudian en el preescolar La Resurrección del Señor. La mensualidad es de 2.500 bolívares, pero tuvieron que hablar con la directora para que los ayudara. Debían 6 meses. Lograron pagar 5.000 en abril y ahora se las ingenian para ahorrar los 10.000 bolívares de una deuda que van en ascenso cada mes.

El domingo pasado el menor de los niños cumplió 4 años. No hubo regalos, ropa nueva ni torta. Los ingredientes no los consiguieron regulados y no pueden darse el lujo de comprarlos revendidos. “No importa. Le regalamos abrazos y bendiciones”, comenta Jhonny.

Ayuda para el bolsillo

William Mayor, de 59 años de edad, debe cuidar a su mujer de 83 como a una niña. Sufre de osteoporosis, hipotensión y artritis. Aunque la diferencia de edades es abismal, ya tienen 34 años juntos. Es vigilante en la Alcaldía de Caracas. Trabaja un día completo y el siguiente es de descanso, pero él lo utiliza para buscar comida.

Gana sueldo mínimo más cestaticket y lo divide entre las medicinas que le compra a su esposa y la comida que comparte con ella. Se acostumbró a recoger desperdicios de un solo rincón porque allí siempre encuentra buenos pedazos. “Es una ayuda para el bolsillo. En la pollera agarro pellejos de pollo y con eso hago un hervido. A veces les compro las bolsitas de verduras a los revendedores en 150 o si me queda algo de la quincena le compro azúcar a los bachaqueros. No tengo opción, esa es la única forma de encontrar los productos”.

Redes del hambre

Los comerciantes del mercado de Quinta Crespo, en su mayoría hijos de emigrantes, no se quejan del hábito diario que tienen personas como Adriana, Simeón, Jhonny o William. La compasión es tan fuerte que entienden las razones. Saben que la mayoría lo hace por necesidad.

Sin embargo, hay quienes buscan sacarle provecho a la situación y acumulan desechos para revenderlos en la avenida Baralt. Reúnen bolsas con hortalizas del piso y las ofrecen a 100 y 300 bolívares. Es otro tipo de mafia que juega con el hambre.

Comerciantes y recolectores se quejan de este sistema. A ambos los perjudica, pero no tienen alternativas, deben aceptar al tercer participante. María Mesa, de 70 años de edad, era una de las señoras que les compraba. Cuando un día vio al que le vendía recogiendo la mercancía de la basura decidió no gastar más y hacer lo mismo.

“¡Qué vergüenza! Me da pena, pero la vida está muy brava. Yo vivo de mi pensión y no me alcanza. De a poquito voy rindiendo las cosas”, comenta mientras remueve con su bastón unos pimentones que luego recoge y guarda para aliñar su almuerzo del día siguiente.

A las 3:00 pm las santamarías del mercado de Quinta Crespo bajan. Los dueños de los puestos de hortalizas cierran sus negocios. Los recolectores terminan de llenar sus bolsas. La jornada del día ha terminado. Un desorden de residuos y desechos cubre como alfombra el piso. Cualquier fruta que se olvidó por descuido será rápidamente conquistada por los que se resisten a abandonar el lugar. Las caras de los triunfadores no son de felicidad. El pan de hoy no necesariamente sacia el hambre de mañana.

La esquina con bolsas

Esta práctica no se evidencia solo en mercados municipales, también se repite en muchas calles de Caracas. En Los Cortijos, seis hombres establecieron una parada obligatoria para recolectar comida de los desperdicios que bota una panadería. Todos los días a las 2:00 pm esperan ansiosos en la esquina paralela al establecimiento a que saquen la basura. Llevan bolsos y tobos para guardar lo que aún puede esperar para ser consumido. El resto lo devoran al instante. Menos de 5 minutos les toma revisar las bolsas y seguir a la siguiente parada.

La jornada continúa con un recorrido por Boleíta para reunir cartones y revenderlos. Williams Contreras, uno de los hombres de este grupo, afirma que no son indigentes y que comen tres veces al día.

“Buscamos en la basura para aprovechar la oportunidad de ahorrar una comida. Si vamos a un restaurante nos sale muy costoso, pero yo tengo mi familia y a ellos trato de darles una buena alimentación. Cuando no consigo en el mercado les compro a los bachaqueros de Petare. Es difícil, no lo niego, pero uno hace lo que puede”, dice.


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